La historia del popular juego, el último gran éxito de la URSS, sirve para entender algunos de los males de las sociedades capitalistas contemporáneas
Por
Daniel Bernabé
05/02/2023 – 05:00
Parte
I
Amitad
de los años ochenta, la Unión Soviética mostraba claros síntomas
de agotamiento a
todos los niveles. Tras el largo mandato de Brézhnev, su muerte en
1982 dio paso a los breves liderazgos de Andrópov y Chernenko, que
apenas duraron unos meses en la secretaria general del PCUS
antes de fallecer:
la imagen de senectud y debilidad era trágica. En lo militar,
la guerra
de Afganistán,
tras los primeros años de despliegue, se halla en un punto muerto
que continuará hasta la retirada: no se pueden matar moscas a
cañonazos. La carrera espacial, antaño emblema del país, se dirige
hacia el proyecto Burán, la respuesta
al transbordador norteamericano,
que por sus altos costes nunca
llegará a ver la luz.
La URSS sigue siendo un país poderoso, pero parece que todos sus
baluartes empiezan
a fallar a la vez.
La
economía, de gran crecimiento en décadas anteriores, se estanca. En
el lado capitalista las cosas no han ido mucho mejor
desde la crisis del petróleo de
los setenta, pero en el lado soviético el problema parece ser algo
mucho mayor que una coyuntura. Aunque a día de hoy continúa
el debate
sobre las razones del colapso que
puso fin al siglo XX, es común señalar que la complejización
de las necesidades sociales chocó
con una economía no solo dirigida, sino fuertemente centralizada:
más allá de la corrupción, existía una ineficiencia de base al
ser los técnicos de Moscú incapaces de prever ofertas y demandas
sin contar con la información adecuada, en una sociedad
que restringía la velocidad de
las comunicaciones por decisión política.
Esta
situación es la que permite que, a partir de 1985, Gorbachov
pueda aplicar un
ambicioso programa de reformas que pretendía, en términos
generales, agilizar todos los procesos, descentralizar las decisiones
y democratizar, en cierta medida, tanto la economía como la
política. Sin esta apertura, la
URSS parecía condenada a
una larga agonía. La cuestión es que estas mismas medidas
condujeron, en apenas cinco años, a la disolución
de unas estructuras que
no parecían estar diseñadas para soportar estos cambios. Esta fue
la enorme
paradoja de
los años finales del país que había marcado el devenir mundial
desde 1917, ya que requería de una serie de transformaciones para su
pervivencia que atentaban contra la base de su diseño, el control,
al menos desde el periodo estalinista.
Mientras
que todo esto sucedía, en cierta
medida con opacidad para
occidente, que seguía magnificando el poder soviético para
justificar el gasto armamentístico de la guerra fría, un pequeño
acontecimiento tuvo lugar el 6 de junio de 1984 en el Centro
de Computación Dorodnitsyn,
precisamente una de las pocas instituciones que iba a la contra de
esta espiral decadente, al investigar la optimización computarizada
de los sistemas de decisión económica, algo que hubiera resultado
crucial, si se hubiera dispuesto del tiempo y los fondos necesarios,
para revertir este abrupto final. Alekséi
Pázhitnov programaba
en un Electronika 60 algo que podríamos denominar como el último
gran éxito de la URSS:
el Tetris.
Este
videojuego fue extendiéndose por el mundo en una peculiar carrera
que pasó por Budapest,
Londres y Tokio,
según su idea se hacía código para casi todos los sistemas
personales y arcade que existían en aquel momento. Para el año
1989, unos meses antes de que el muro cayera en Berlín, se lanzó la
versión para la consola
portátil de Nintendo,
Game Boy, lo que causó la explosión
definitiva de
la popularidad de Tetris, vendiendo unos quinientos millones de
unidades, lo que le convirtió en el videojuego más exitoso de la
historia hasta nuestros días. De hecho, por una mera cuestión de
estadística, es muy probable que todos los lectores de este artículo
hayan jugado alguna vez a encajar los tetrominós, las piezas
conformadas por cuatro unidades que
caen desde la parte superior de la pantalla adoptando siete formas
diferentes.
Una
de las virtudes de Tetris es la sencillez
en su mecánica de juego.
Cualquier persona aprende con tan solo observar la pantalla unos
minutos qué es lo que tiene que hacer: colocar las piezas para
hacerlas desaparecer formando líneas, evitando así que la
construcción alcance el techo de la pantalla, lo que significa el
fin del juego. Además, la progresiva
curva de dificultad —algo
que probablemente fue desarrollado con maestría por la versión
arcade de Atari en 1988—
provoca que, a cada intento, el jugador llegue más lejos que la vez
anterior: la alegría por cada éxito provoca una recompensa
biológica de dopamina que
nos hace volver a intentarlo, ocultando la derrota final. Casi nadie
consigue llegar hasta la última pantalla, pero todos jugamos una y
otra vez, divirtiéndonos pese a la mecánica repetitiva, la
sencillez gráfica y el final conocido.
Es
aventurado pensar que Tetris representa de alguna manera la ideología
soviética,
tanto como afirmar que carece del todo de ella. Los puzles
con poliominós datan
desde la antigüedad y, al menos
desde la mitad del siglo pasado,
fueron estudiados por matemáticos como Solomon W. Golomb, cuyos
juegos inspiraron el propio Tetris. Sin embargo, mientras que en
occidente los videojuegos tenían un enfoque
fundamentalmente comercial,
con el que atraer a niños y adolescentes para que gastaran sus
monedas en salones recreativos, Pázhitnov
desarrolló su videojuego por
el simple placer que provoca aportar orden al caos, conseguir
coherencia desde lo desestructurado. Tetris es la expresión
máxima de una búsqueda creativa de
unidad frente al fraccionamiento: ninguna partida es igual a la
anterior, pese a que el objetivo sea el mismo.
Parte
II
El
siglo de la dopamina
Si Tetris
y los videojuegos sirvieron
para algo —además de para que muchos de nosotros nos quemáramos
las pestañas frente a los monitores de tubo y desarrolláramos una
precoz afición por los bares— fue para recordarnos que el ser
humano reacciona ante los estímulos de recompensa
de la misma manera que
el resto de animales. De aquí surgen las conductas adictivas a una
sustancia o una actividad, que nos proporcione descarga
de neurotransmisores
de la felicidad o
la excitación, algo que provoca que, en la búsqueda
de esta repetición,
caigamos en un comportamiento compulsivo que deviene en enfermedad.
Este es también el fundamento para el desarrollo de uno de los
epígrafes más exitosos en la economía actual: las
redes sociales.
Internet
fue, durante sus primeras décadas, un entorno
de emociones frías.
El usuario accedía
a una serie de textos e imágenes y
mandaba correos
electrónicos,
es decir, que hacía exactamente lo mismo que hace ahora: obtener
información y comunicarla. Sin embargo, la diferencia sustancial no
se halla en la velocidad de conexión sino en la emoción
que provoca su uso. ¿Cuál
es esa emoción? Internet
podía provocar emociones por su contenido, especialmente
si este era sexual o violento;
es decir, algo que ya se hallaba en el audiovisual convencional. El
llamado en aquel entonces internauta no
pasaba de ser un espectador que tenía la facultad de elegir al
instante el contenido, pero poco más.
Sin
embargo, un cambió sustancial surgió a finales de la primera década
de siglo XXI, cuando los ingenieros
de Facebook buscaban
una manera de que los usuarios calificaran otras publicaciones, algo
que hasta entonces tan solo sucedía en temas generales en los que
podían "hacerse fan". En febrero de 2009, Facebook lanzó
el botón de "me gusta", lo que cambió no solo el
devenir de la compañía y de internet,
sino, probablemente, de nuestra sociedad. Pensado, en un principio,
para que el usuario pudiera interactuar de una manera más sencilla
que dejando un comentario, tuvo un efecto
tan explosivo como
inesperado, ya que servía de recompensa al usuario
que recibía el like.
A partir de ese momento, Internet pasó de ser un entorno de
emociones frías para pasar a convertirse en un entorno de
recompensas, que despertaba la activación de
nuestros neurotransmisores
de la excitación y la felicidad.
Perritos de Pavlov persiguiendo sus galletitas digitales.
Esta
funcionalidad fue la que provocó que
las redes sociales pasaran de ser tablones,
más o menos estáticos, que servían para conectar a usuarios que
exponían públicamente sus
gustos y preferencias,
a ser un entorno dinámico donde esos gustos y preferencias recibían
una recompensa, algo que era no solo gratificante, sino también, a
la larga, adictivo. Sin embargo, solo podíamos
dar "me gusta" una
vez a esas exposiciones de nuestra identidad digital: había que
conseguir que el proceso fuera constante y diario. De esta manera se
desarrollaron herramientas de edición
sencilla de texto, imagen y vídeo,
para que los usuarios pudieran crear, sin necesidad de
saber complicados
lenguajes de programación,
sus propios contenidos. Un incesante torrente de nuevos elementos
para buscar la aprobación digital. Un incesante
torrente de usuarios de
los que extraer datos, el gran negocio tras las redes sociales.
El
último paso, para que esta tupida red fuera prácticamente perfecta,
llegaría con el desarrollo
de los teléfonos inteligentes en
la pasada década. Hasta entonces, el uso de las redes sociales se
limitaba a los ordenadores de sobremesa, en todo caso a los
portátiles que nos permitían recibir nuestro chute de recompensas
digitales desde el sofá, desatendiendo
a quien compartiera cojín pero,
sobre todo, al artefacto que hasta entonces había sido el rey
indiscutible de las pantallas: la televisión. Eso significaba que la
publicidad por ese medio no era ya tan efectiva, la comercial,
también la política. Cuando este sistema
de control de nuestras atenciones saltó
a la palma de nuestra mano, por tanto a cualquier
momento y cualquier lugar,
nuestra conexión emocional con las redes sociales era ya
prácticamente completa. Redes que conectan, también que atrapan.
Parte
III
Jíbaros
digitales, proletarios del bit
Sobre
las redes sociales se ha escrito mucho,
sobre las consecuencias en nuestras sociedades también. Por un lado,
su enorme capacidad de extracción de datos sirve para configurar
poderosas herramientas de previsión de tendencias. Las redes saben
lo que nos gusta antes de que nos guste por lo que pueden, en un
mecanismo de doble vía, tener una enorme influencia sobre nuestras
preferencias. Si a esto le unimos
su gran capacidad de segmentación,
obtenemos una poderosa herramienta de dirigir los mensajes a los
receptores adecuados, de tal manera que podemos vender nuestro
producto, o idea, a aquellos individuos más susceptibles de
recibirla de buen grado. Si las posibilidades
comerciales son fastuosas,
las políticas ya las vimos en el brexit o en la conformación de
grupos de apoyo al trumpismo.
Sin
embargo hay otro
aspecto en el que se insiste menos y
que resulta aún más inquietante, probablemente porque está tan
fuera de control que está cambiando incluso la manera en que
nuestros cerebros perciben la realidad: el fraccionamiento. Como
hemos dicho, las
redes sociales necesitan muchos usuarios para
ser influyentes y por tanto comercialmente atractivas. Pero
además que
esos usuarios vuelquen,
constantemente, una cantidad enorme de información en ellas:
contenido de creación propia mediante texto, vídeo o imagen. Cuanto
más interacción genere ese contenido más recompensa obtiene el
usuario, más utiliza esa red y por tanto más dinámica se vuelve,
revirtiendo en ella miles de datos sobre nuestras preferencias. Si
una red social pierde esta dinámica cae en una espiral donde las
recompensas son menores, con la huida de sus usuarios.
Facebook, pionera
en este sistema,
sufre esta decadencia.
La
razón es que los usuarios más jóvenes la
encuentran demasiado estática. Facebook
permite un contenido que
se desplaza a través de la pantalla, algo que no parece encajar con
la velocidad que requieren aquellos usuarios que ya han nacido en el
siglo XXI. En la actualidad, las stories de Instagram o los vídeos
de Tik Tok permiten
condensar el contenido en una píldora
que ocupa toda la pantalla del
móvil por tan solo unos segundos, para ser sustituida, por decisión
del usuario o por su finalización, inmediatamente por otra. De esta
manera se consigue maximizar
el tiempo de uso y
optimizar el de recompensa, amplificando la capacidad adictiva a un
nivel exponencialmente superior al de las primigenias redes sociales.
La
cuestión, que ya era patente en las redes sociales clásicas y que
ahora se
vuelve algo tiránico en
las anfetaminadas, es que el contenido siempre ha de estar
fraccionado, ya que, cuanto más breve sea, más posibilidades hay
que el usuario reciba una recompensa, elevando su uso y por tanto los
datos que deja disponibles para su recolección. Da
igual la clase social a
la que pertenezcamos que cuando nos situamos como usuarios
de redes sociales nos
convertimos de inmediato en proletarios del bit. Una fuerza de
trabajo completamente entregada, ya que la recompensa que se
obtiene es
más inmediata que el salario,
porque se produce en los propios enlaces neuronales. También
disciplinada, ya que piensa que solo se está divirtiendo o
relacionando, no produciendo datos para una gran compañía. Ni el
escritor de distopías
más audaz del
siglo XX imaginó un sistema tan refinadamente perverso.
Cuál
está siendo la consecuencia de nuestra sobreexposición a las redes
sociales: menos
concentración y capacidad de enfoque,
atención dispersa, lenguaje empobrecido, pérdida de la eficacia
cognitiva. ¿Han experimentado ustedes, en los últimos años, la
imposibilidad de leer un artículo tan largo como el que tienen entre
manos sin perder el hilo varias veces?¿Les cuesta leer libros, es
decir, entender el trasfondo
de las palabras,
la totalidad de los argumentos, historias o ideas que se les
exponen?¿Les resultan las películas
demasiado tediosas no
empatizando con los personajes?¿Hubo una época de sus vidas que
esto no les sucedía?¿Fue esa época anterior a la mitad de la
pasada década? Exacto, ya saben a qué se debe.
La
constante fragmentación a la que sometemos a nuestros cerebros no se
da, para empezar, en ningún
ámbito de la naturaleza,
donde los cambios son siempre más lentos y de un
número menor. Libros
como Reader
Come Home, The Reading Brain in a Digital World,
de Maryanne
Wolf,
neurocientífica de la UCLA o Superficiales:
¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?,
del ensayista Nicholas Carr, fueron pioneros en la pedagogía crítica
frente a este fenómeno. Tanto que los grandes CEO de
las tecnológicas,
como ya es público y notorio desde hace unos años, alejan a sus
hijos de una exposición
continuada a este sistema de
recompensas y entorno de estímulos fraccionados sin fin, algo que es
ya tendencia en los colegios privados de las clases altas. El
objetivo es evitar que se atrofien las partes del cerebro que
permiten los procesos de comprensión más
analíticos y complejos.
Parte
IV
La
tiranía del fraccionamiento
Se
abre el telón y aparece un lindo gatito. Cambio de escena. Una chica
curvilínea de
ajustadísimo vestido se
contonea por una calle de
Los Angeles. Cambio de escena. Un chico toca en un piano la sintonía
de alarma del iPhone. Cambio de escena. Imágenes aéreas del
monasterio de Santa María de Regla, Chipiona. Cambio de escena. Un
vídeo sobre cómo decir que
el baño está ocupado en
diferentes idiomas. Cambio de escena. Una mano finge, aprovechando la
perspectiva, mover coches y peatones en lo que parece una ciudad
sudamericana. Cambio de escena. Jesús
Gil, el antiguo presidente del Atlético de Madrid,
declara: "Los negros tienen la cara negra y eso no es una
desgracia". Cambio de escena. Imágenes de la Tierra desde la
Estación Espacial Internacional. Cambio de escena. Un coche
de rally se
estrella al tomar una curva.
El
párrafo anterior es lo que me ha devuelto mi Instagram al presionar
la pestaña de reels,
vídeos que pueden durar hasta 90 segundos, aunque la mayoría son de
una menor duración ya que el usuario medio se aburre si no pasa nada
interesante en los primeros instantes, lo que provoca que adelante la
siguiente píldora visual deslizando el dedo por la pantalla.
Imaginando que todos los estudios que nos dicen que nos
estamos friendo el cerebro cada
vez que nos exponemos a este carrusel fueran exageraciones
o estuvieran equivocados,
lo que parece evidente es la falta total de coherencia de la propia
experiencia: ¿Qué
diablos hemos sacado en claro? Si
hacemos el experimento con Twitter, una red social en teoría menos
superficial, el resultado no es tan distante en la práctica: a
cuatro tuits por segundo, la cacofonía temática es aterrante.
Más
allá de los efectos
neurológicos de
esta exposición constante a una información altamente fragmentada,
sabemos que existe algo
llamado costumbre que
se asienta mediante la repetición. Si nos acostumbramos a un
contexto donde es imposible priorizar la atención, donde la
fugacidad es la norma y donde las partes carecen por completo de
coherencia entre ellas, ¿cómo vamos a enfrentarnos a la comprensión
de cualquier problema de entidad? Es más, ¿qué tipo
de aprendizaje, de proceso reflexivo,
de capacidad de análisis se puede tener bajo la tiranía del
fraccionamiento? En un mundo donde constantemente se alude a la
manipulación informativa, el problema es que ni siquiera
podemos tener
una visión de la realidad más
allá de una especie de ojo de insecto donde cada ocelo transmite una
imagen diferente.
La tiranía
del fraccionamiento no
deviene de una gran conspiración perpetrada por un conciliábulo que
pretende acabar
con nuestra democracia.
Sí, como casi todo lo que sucede en nuestras sociedades, es el
producto de un proceso económico planificado en su vertiente
interna, empresarial, pero totalmente anárquico en sus consecuencias
externas, sociales. Lo cual no quita para que la ultraderecha, la
principal amenaza
contra la democracia en
nuestro presente, haya encontrado un filón en este contexto.
Fundamentalmente porque la multiplicidad de emisores, la
desintegración del mensaje y el fin del criterio de autoridad
intelectual son el caldo de cultivo para la mentira, la principal
arma comunicativa de
los ultras.
No
obstante, la democracia no enfrenta tan solo una amenaza sino, sobre
todo, una crisis
de legitimidad que
es lo que en último término permite a la amenaza tomar
consistencia. Un sistema político atraviesa sus peores
momentos cuando
arrastra la incapacidad de presentarse
ante sus ciudadanos como
un proyecto útil e ilusionante. El fraccionamiento impide que se
establezca la relación entre causas y consecuencias, por lo que los
avances sociales quedan huérfanos y los problemas son susceptibles
de esgrimirse
como un arma arrojadiza independientemente
de su origen. Pero, sobre todo, un sistema se halla en dificultades
cuando no puede aportar mapas ni direcciones. Las causas profundas,
obviamente, se sitúan en el ámbito
económico,
pero la narración de la esperanza se complica sobremanera a causa de
la disgregación.
De
manera similar a lo
que sucedió en la URSS,
las sociedades occidentales de las primeras
décadas del siglo XXI deben
efectuar cambios profundos en sus estructuras si no quieren acabar
padeciendo un largo proceso de decadencia. De la misma manera deben
tener sumo cuidado para que esos cambios no dañen alguno de los
muros de carga y, en la reforma, el
edificio se venga abajo.
La cuestión es que los cambios se han venido produciendo sin orden
ni concierto, simplemente como derivaciones de procesos y necesidades
económicas que nadie controlaba pero que están teniendo efectos
dramáticos sobre la estabilidad de
la democracia liberal. La planificación, denostada por lo
neoliberal, reclama un sitio preeminente para ordenar lo que el caos
de mercado ha roto.
Si
la democracia quiere
salir indemne frente a quienes la acosan, debe empezar
a jugar al Tetris,
a coser el presente, a darle perspectiva y unidad. Solamente se puede
arrojar claridad frente a un problema cuando tenemos capacidad de
dirigir el foco, no cuando contamos con una luz estroboscópica que
solo nos permite ver fracciones del conflicto. La tiranía del
fraccionamiento es uno de los problemas que han de ser solucionados,
probablemente no sea el más grave, el que
más afecte a nuestras condiciones concretas
de vida, pero sí el que nos impide comprender la totalidad de lo que
está sucediendo. Mientras, las piezas caen a mayor velocidad,
acumulándose y ascendiendo hasta la parte superior de la
pantalla. Templen
sus nervios.
Elijan el siguiente movimiento. Encajen el tetrominó. Eviten, a todo
costa, que aparezca el temido game over.
(Tomado de Trinchera
Cultural en El Confidencial)